La luz apenas se colaba – sólo unos débiles y tímidos rayos se filtraban entre las maderas que cubrían las ventanas. Aquellos rayos parecían morirse antes de llegar al suelo. Allí no había luz, ni esperanza. Solo oscuridad, que se colaba por todos los rincones como un moho húmedo, metiéndose bajo la piel.
Estaba encogida en una esquina; cada crujido me hacía latir el corazón al doble de velocidad. El chirrido de los tablones viejos sonaba como martillazos en mis nervios. El aire era pesado, viciado, como si también se hubiera rendido al movimiento. La atmósfera misma del lugar parecía viva, observándome mientras me volvía loca poco a poco.
– Lana, tengo miedo… – susurré, apenas atreviéndome a decirlo. Las palabras se me atascaban en la garganta, como si ellas también tuvieran miedo de salir—. ¿Y si de verdad no vuelve?
Lana, mi único vínculo con la realidad… o con la locura, apareció frente a mí, con los ojos llenos de incomprensión y rabia.
– ¡Te lo dije desde el principio, que no confiaras en ella! —su voz fue tan dura que di un respingo. Lana se inclinó hacia mí, con expresión seria, como si quisiera atravesar la muralla de mi miedo—. ¡Ya basta de esperar! ¡Llevas tres días aquí! Ella no va a volver, te ha enterrado aquí.
Sus palabras me golpearon directamente en el corazón, haciendo que mi respiración se volviera errática. Mis pensamientos se arremolinaban en mi mente, mezclándose con el pánico y el terror. Tenía que hacer algo. A toda costa.
– ¡Tienes que salir de aquí! —gritaba Lana, su voz era una orden feroz—. ¡Vamos, pide ayuda, intenta romper la puerta, haz lo que sea!
Miré las ventanas tapiadas, luego la puerta cerrada. Mi cuerpo temblaba. Recordé el sonido del candado que Angelina había cerrado. Ese sonido fue como una sentencia de muerte. ¿Alguien me oiría? ¿Había alguna posibilidad real de salir viva de ahí?
Sentí un nudo en la garganta, el miedo me sofocaba. ¿De verdad me había dejado morir aquí?
Iba de un rincón a otro, aferrándome a la idea de que podía escapar. Pero por mucho que intentara razonar, el miedo me apretaba con fuerza. Me paralizaba. Lana tenía razón. Esperar a Antonina era inútil. No iba a volver, por mucho que me lo repitiera. Nadie me salvaría. Si no salía sola, moriría allí.
Odiaba esa casa. Al principio me pareció un refugio temporal mientras Angelina preparaba los documentos. Ahora era mi tumba.
– ¿Pero cómo se te ocurre darle el teléfono? ¡Qué pedazo de idiota eres! —Lana negó con la cabeza.
– Dijo que Lazarev me rastrearía por el móvil, que me encontraría enseguida. Prometió tirarlo al río para despistar —contesté, aunque sabía que ya entonces podía haberme dado cuenta de sus verdaderas intenciones y haberme asustado. Por irónico que fuera, Lazarev era el único que podría salvarme. Pero dudaba que me encontrara en ese maldito lugar.
Me acerqué a la ventana, evaluando las tablas. Escapar por ahí parecía la única opción. Pensé que, si reunía toda mi fuerza, podría romperlas. Bastó un golpe para entender lo débil que estaba. El dolor recorrió mi pierna, pero seguí golpeando como una loca. Algo dentro de mí gritaba: “¡Vamos! ¡Rompe eso!” – y seguí golpeando, aunque ya empezaba a entender que era inútil.
– Lana, necesito ayuda —susurré—. ¡Ayúdame!
– ¿Y cómo se supone que haga eso? —respondió con escepticismo—. Vamos, tú puedes. —Su voz era firme como una roca—. ¡Tienes que seguir! Nadie va a venir. ¡Nadie va a ayudarte! ¡Sólo tú puedes salvarte!
Me mordí el labio, las lágrimas me nublaron la vista. Empecé a gritar. Tan fuerte como podía.