Solo podía respirar por la nariz, porque tenía algo metido en la boca y no podía abrirla.
Me sacudió un espasmo y empecé a mover la cabeza de un lado a otro. En cuanto mi vista comenzó a enfocarse al menos un poco, miré a mis verdugos.
Ellos también me observaban con interés. Supongo que en mis ojos se reflejaba todo mi dolor físico. Así mira un condenado a muerte a sus ejecutores.
– Buenos días, muñeca —sonrió el alto—. ¿Seguimos, bella durmiente?
– Mmm… —gemí, mientras las lágrimas saltaban de mis ojos.
– ¡Qué conmovedor! Casi te creo. Pero no, no vas a librarte.
Tomó en la mano un aparato que parecía unos alicates enormes y se acercó a mí. En cuanto sentí que el hombre se aproximaba y tocaba mis nalgas, empecé a chillar y a retorcerme.
– Pero ¿por qué gritas así? Me vas a dejar sordo – dijo el hombre con voz tranquila.
Con la boca tapada, ya no podía gritar como antes. Solo podía chillar y gemir.
– Igual voy a hacer lo que tengo pensado. Y con tanto que te retuerces, lo único que haces es empeorar las cosas para ti – dijo de nuevo el hombre, con tono casi didáctico.
Al acercarse por completo a mis piernas abiertas, se puso unos guantes de látex que ya tenía preparados y me abrió las nalgas con fuerza. Yo lloraba y me retorcía. Para calmarme un poco, me dio una fuerte bofetada en una de las nalgas. Me quedé un poco quieta. Y entonces, sin perder el momento, me introdujo entre las nalgas aquel aparato de metal, frío como el hielo.
Un dolor punzante y repentino desgarró mi conciencia. Y otra vez, un alarido de sufrimiento desgarró los oídos de mis verdugos.
– ¡Pareces una niña, de verdad! —se burló el hombre, pero no se detuvo. Una vez más, empezó a introducir el aparato de tortura en mí, esta vez con más fuerza.
Más profundo, aún más profundo, hasta que toda la estructura quedara dentro, dejando solo la manija por fuera. Iba girando el aparato y presionándolo. Sabía que así dolía más, que todo mi recto se convertía en una masa sangrienta. Y entonces, el dispositivo ya estaba dentro. Lo dejó en esa posición… y se alejó.
Ya estaba al borde de la muerte; del shock por el dolor no podía pensar en absoluto.
Yacía con la cabeza hundida en el colchón, la baba se escurría por el mordazo y dejaba un gran charco. Mis ojos estaban empapados en lágrimas, y todo mi cuerpo cubierto de sudor.
Tenía miedo de moverme, porque cualquier movimiento brusco me provocaba una oleada de dolor. Mi espalda estaba desgarrada y sangraba, y desde el ano sobresalía aquel antiguo mecanismo de tortura.
– Un espectáculo magnífico – se rió de nuevo el hombre alto. De verdad, aquella escena le divertía.
Se dirigió hacia una estufa improvisada donde ardía el fuego, tomó un atizador y lo metió entre las brasas. El hombre se quedó de pie, mirando las llamas. Dijo que todavía tenía tiempo para una última acción. Estaba esperando a que el atizador se pusiera al rojo vivo.
Yo lo miraba con horror y resignación. ¿Qué más podría estar planeando?
Él volvió hacia mí, se metió entre mis piernas y agarró la manija del dispositivo. Lentamente, con deliberación, comenzó a girarla, y los pétalos de aquel instrumento infernal empezaron a abrirse poco a poco, justo dentro de mí.
Volví a gritar, pero el hombre ya no prestaba atención. Giraba la manija con entusiasmo, lentamente, para que el tormento no terminara demasiado pronto. Y yo gritaba y lloraba, pero ya no me movía – sabía que sería peor.
Abriendo un poco más ese artefacto, se detuvo, esperó a que me callara, y empezó a sacarme aquel instrumento de tortura. Un nuevo alarido rugió en la habitación. Y la sangre brotó de mí. El hombre soltó una maldición y me arrojó con asco un trapo blanco.