El viejo

Este extraño anciano que aparecía junto a la fuente parecía un hombre obsesionado con la idea de una catástrofe global. Su apariencia cuidada y su barba canosa le daban el aspecto de un sabio o un profeta, y sus palabras sonaban como una advertencia para toda la humanidad. Hablaba del inminente Armagedón, pero no en el sentido bíblico tradicional, sino como el resultado de las acciones de los propios seres humanos. Sus discursos estaban llenos de preocupación por el futuro del planeta, y repetía insistentemente que las razas extraterrestres solo observaban nuestra autodestrucción sin intervenir.

Llamaba la atención sobre los problemas ecológicos: la contaminación de la naturaleza, las islas de plástico en los océanos, que se habían convertido en un símbolo de la irresponsabilidad humana. Afirmaba que los microplásticos en la superficie del océano alteraban los procesos naturales de evaporación del agua, lo que, a su vez, conducía a la destrucción de la capa de ozono y al sobrecalentamiento de la atmósfera. Según él, esto era solo una parte del problema. El calentamiento del fondo del océano y la acumulación de energía estática, en su opinión, podrían provocar cataclismos de gran escala en los próximos 10 años.

Sus palabras sonaban como un escenario apocalíptico, pero había algo de verdad en ellas. Muchos científicos ya han dado la voz de alarma sobre el cambio climático, la contaminación de los océanos y el aumento de la frecuencia de los desastres naturales. El viejo instaba a las personas y a los países a dejar de competir y unirse para salvar el planeta antes de que fuera demasiado tarde. Sus discursos, aunque extraños e incluso aterradores, hacían reflexionar sobre hacia dónde se dirige la humanidad y qué legado dejaremos a las generaciones futuras.

A pesar de sus sombrías predicciones, el viejo siempre añadía un toque de esperanza, diciendo que aquellos con pensamientos puros y una conciencia limpia podrían salvarse. Sin embargo, sus palabras rara vez eran tomadas en serio. La gente que pasaba por allí se reía o se encogía de hombros, considerándolo otro loco urbano. Pero había un joven llamado Brad que, al parecer, sí lo escuchaba. Brad no estaba seguro de la veracidad de las palabras del anciano, pero algo en ellas lo había atrapado.

Brad

Un día, un joven de poco más de veinte años se acercó al viejo. Tenía el cabello oscuro, despeinado, como si acabara de levantarse de la cama o hubiera salido de un viento fuerte. Sus ojos, de un tono gris azulado, parecían reflejar el cielo antes de una tormenta, siempre observando con atención, con una sombra de escepticismo, pero también con curiosidad. Vestía ropa sencilla: una chaqueta de mezclilla oscura, jeans gastados y zapatillas que claramente habían recorrido miles de pasos. En su mano izquierda tenía un tatuaje apenas visible, un pequeño símbolo de un árbol que, como mencionó una vez, representaba para él la conexión con la naturaleza.

Brad no era alguien a quien se pudiera llamar llamativo o carismático. Era más bien tranquilo, observador, prefiriendo escuchar antes que hablar. Pero cuando intervenía en una conversación, sus palabras siempre eran ponderadas, a veces incluso cortantes si sentía que su interlocutor no era sincero. No creía en los caminos fáciles y desconfiaba de las promesas grandilocuentes, ya vinieran de políticos, activistas o incluso de personajes tan extraños como el viejo de la fuente.

Sin embargo, algo en ese viejo llamó la atención de Brad. Tal vez era su sinceridad, o quizás la misma absurdidad de sus palabras, que, por extraño que pareciera, se sentía más cercana a la verdad que todo lo que Brad había escuchado en la televisión o leído en las noticias. Brad no era ingenuo; sabía que el viejo podía estar simplemente loco. Pero en sus palabras había una lógica extraña que lo hacía reflexionar.