–¡Oh, dichosa tú, Dulcinea del Toboso!, por tener a tu servicio a tan valiente y famoso caballero como es don Quijote de la Mancha.
Iba andando tranquilamente cuando descubrió un numeroso grupo de gente. Eran unos mercaderes[26] toledanos que iban a comprar seda a Murcia. En cuanto los vio, don Quijote se imaginó que aquello era otra aventura y quiso imitar todo lo que había leído en sus libros.
Pensando que eran caballeros andantes, se puso bien derecho sobre el rocín, sujetó el escudo, y con lanza en la mano se colocó en medio del camino. Cuando los mercaderes estuvieron cerca de él, don Quijote levantó la voz y con un tono autoritario dijo:
–Todo el mundo se detenga y nadie pase de aquí si no afirma que no hay en el mundo doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par[27] Dulcinea del Toboso.
Al ver y oír a aquella extraña figura, los mercaderes se pararon, y uno de ellos dijo:
–Señor caballero, nosotros no conocemos a esa buena señora. Mostrádnosla, pues si es de tanta hermosura como decís, de buena gana afirmaremos la verdad que nos pedís.
–Si os la mostrara ―contestó don Quijote―, ¿qué mérito tendríais vosotros en afirmar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo tenéis que creer, afirmar y defender; si no, conmigo habéis de pelear.
–Señor caballero ―respondió un mercader―, ruego a vuestra merced que para no equivocarnos afirmando una cosa jamás vista ni oída por nosotros, nos muestre algún retrato de esa señora. Que aunque en su retrato aparezca tuerta[28], por complacer a vuestra merced diremos en su favor todo lo que quiera.
–No es tuerta, canalla ―respondió don Quijote lleno de ira―; no es tuerta ni encorvada[29], sino bien derecha. Pero ¡vosotros pagaréis esta mentira que dicho contra una belleza como la de mi señora!
Terminó de decir esto y atacó con la lanza al mercader con tanta furia que si Rocinante no tropieza y cae, lo hubiera pasado mal el atrevido comerciante.
Cayó Rocinante y su amo fue rodando un gran trecho[30] por el campo. Mientras intentaba levantarse decía:
–No huyáis, gente cobarde, que estoy aquí tendido por culpa de mi caballo.
Uno de los mozos de mulas, cansado de oír tantos insultos, se acercó a él, rompió la lanza en pedazos y le dio tal paliza que ya no le fue posible levantarse de lo dolorido que tenía todo el cuerpo.
Capítulo V
Don Quijote regresa a su aldea
En esta situación se encontraba cuando pasó por allí un labrador de su mismo pueblo y vecino suyo, que viéndolo tirado en el suelo paró a ayudarlo. El labrador le descubrió la cara, se la limpió, que la tenía cubierta de polvo, y al reconocerlo le dijo:
–Señor Quijana ―que así se debía de llamar él antes de perder el juicio[31] y hacerse caballero andante―, ¿quién ha puesto a vuestra merced de este modo?
Pero él seguía en sus pensamientos y no contestó nada. El labrador lo levantó del suelo y lo subió sobre su asno. Recogió las armas, las puso sobre Rocinante y se dirigió hacia su pueblo. En el camino, don Quijote llamaba al labrador Rodrigo de Narváez o Marqués de Mantua, confundiéndolo con estos personajes de los libros que había leído, y él mismo decía ser unas veces Valdovinos, y otras, Abindarráez.
Al oír estas locuras, dijo el labrador:
–Mire, señor, que yo no soy don Rodrigo de Narváez ni el Marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra merced es Valdovinos ni Abindarráez, sino el honrado señor Quijana.
–Yo sé quién soy ―respondió don Quijote― y sé que puedo ser no solo los que he dicho sino los doce Pares de Francia