Y fue en ese tiempo que empecé a notar coincidencias. Si de niña, entre lágrimas, suplicaba mentalmente que el tío desapareciera, él de pronto se enfermaba. Se retorcía. Lo hospitalizaban. Y yo sabía: no era casual. Era exacto. Alguien me escuchaba. Alguien me vengaba.
Al principio pensé que era el chocolate. ¡Era imposible comer tanto y no morir! Milagro que sobrevivía.
Pero luego pasaba sin dulce. Aunque lo cuidaban, aunque seguía dieta, igual caía. Y yo lo sabía —era por mí. No podía explicarlo, pero era así. Había una Fuerza. Algo o alguien de mi lado.
Kolya lo notó. Me miraba desfigurado, murmurando que era pura maldad. Que detrás de mí había una sombra. Que lo atacaba. Gritaba, golpeaba las paredes, decía que yo era bruja. ¿Y la abuela? Solo decía: "Está enfermo. No le hagas caso." Pero yo sabía. No era locura. Era algo más. Algo que me protegía. Un ángel guardián. Tal vez el mismo que venía en mis sueños y me hablaba del futuro.
Y ahora Vlad me sostenía la mano. Y esa ilusión familiar de calor se deslizaba en mi cuerpo. Algo se contraía y soltaba dentro de mí, como si volviera a ser niña. Sentía que con él todo estaría bien. Que su dureza era fuerza. Su frialdad, protección. Su control, cuidado. Su violencia, amor. Y yo —agradecida porque hoy no gritaba. No estaba enojado. Estaba allí. Y no daba miedo. Aún no.
A veces pensaba que en esos momentos podía creer en la ilusión. Olvidarlo todo —sus gritos, humillaciones, golpes. Porque ahora solo sostenía mi mano. Y si cerraba los ojos, podía imaginar que me amaba. Que le importaba. Que yo —importaba.
Pero luego, en la cocina, ocurrió algo extraño… La radio se encendió sola. Decía: "No tienes que ser conveniente. Tienes derecho a ser tú."
Me quedé inmóvil. Como si una descarga me recorriera. Las palabras se clavaron como agujas. Me despertaban. Rompían el hechizo. Pero lo que más me impactó no fue la frase —fue cómo apareció. Como si alguien la hubiera puesto ahí para mí. Como si alguien viera. Oyera mis pensamientos. Era una señal. Clara. Precisa. Calculada.
Sentí cómo todo dentro se detenía. Era esa sincronicidad de la que hablaba Jung. Una señal. Como si el mundo me hablara. Tal vez ya lo había vivido. ¿Déjà vu? Sabía que esas palabras sonarían. Que así las escucharía. Y algo despertó. Supe: me guían. No me dejaron. No me olvidaron.
Entonces Vlad entró —y apagó la radio.
–¿Por qué escuchas eso? Tonterías. Te hace daño. Es cosa de sectas…
Y asentí. Dije: "Tienes razón". Aunque por dentro todo temblaba. Como si algo invisible y vivo dijera: "No estés de acuerdo. Es mentira". Y la niña en mí lloraba. Y por primera vez —no de miedo, sino de reconocimiento. Del dolor de que la verdad, la verdadera, por fin rompiera la pared —y susurrara: "Tienes derecho a ser tú. Mereces más."
Capítulo 4. Un pequeño "no"
Por la mañana, me pidió que le llevara el teléfono desde el cargador.
Justo estaba limpiando el suelo de la cocina, ya de rodillas, con el trapo en la mano y el agua escurriendo por mi codo. Levanté la cabeza y dije: – Tómalo tú —sin apartar la mirada del suelo—. ¿No ves que estoy ocupada? Ya casi termino.
Él se quedó inmóvil. Por una fracción de segundo. Luego dijo lentamente: – ¿Qué dijiste?
Y de repente entendí: eso había sido un "no". No grosero. No tajante. Solo un simple "ahora no puedo". Pero en su universo, eso era una amenaza. Una rebelión. Una traición.
No gritó. Simplemente se levantó. Caminó en silencio. Cerró la puerta del dormitorio con un golpe seco.
No me habló en todo el día. No me miró. No me tocó. Por la noche, dijo: – Sabes, he empezado a pensar que ya no eres la misma. Que estás olvidando quién eras sin mí.