A mí también me daban algo, a veces. Pero la abuela lo quitaba enseguida. Decía que Kolya lo necesitaba más. Que era especial, enfermo. Y yo —ordinaria. En ese "ordinaria" me ahogaba como en un charco sucio: invisible, insignificante, sobrante. Kolya, a veces, me daba un caramelo mordido —como si fuera un acto de generosidad. Y yo lo tomaba. Porque no había otra cosa. Porque era la única migaja de atención que me permitían.

La abuela creía que yo no lo merecía. Y no había forma de merecerlo. La esquizofrenia era el boleto al mundo de lo dulce. Si no tienes diagnóstico —cállate. Solía bromear conmigo misma que tal vez debería fingir locura para ganar al menos un chocolate.

Y luego… empezaron los milagros. Personas llegaron a mi vida como por orden divina. Taísia Ivánovna, la subdirectora, me eligió —una niña sin rumbo— entre todos los niños. Me invitaba a tomar té, me traía bocadillos, me defendía del desprecio. Luego vinieron los talleres: danza, bordado, coro. Clases donde los adultos, por primera vez, me trataban con bondad. Con respeto. No fue casualidad que me inscribieran allí —alguien puso su alma. Sentía que le importaba a alguien.

Ellos fueron mis primeros vínculos reales. Mis adultos, los que me querían sin condición. Yo no entendía por qué. No era agradecida. Huía, hacía escándalos, era grosera. Una salvaje que mordía la mano que la ayudaba. Pero no se rendían.

Tardé en creer. Pensaba: se irán. Como papá. Él me amó —hasta que nació mi hermano. Hasta los cinco años. Luego… desapareció. Dio su alma a otro hijo. Y entendí: su amor no era verdadero. Apareció alguien "mejor" —y yo fui descartada. Por eso, cuando la abuela volvía a gritarme por intentar comer chocolate, dentro de mí se repetía el mantra: "No lo mereces. Nunca lo mereces. Aunque lo intentes. Aunque seas buena."

No era mala. Pero me convencieron de que sobraba. Y eso duele más que ser mala.

–¡Otra vez como una cucaracha, metiéndote donde no debes! —gritaba la abuela. Yo temblaba, escondía las manos. El labio palpitaba de dolor. Migas y gotas de sangre en el suelo. Y en el vientre —vacío. No de hambre. De vergüenza.

Otro flash. Otro rostro. Mi tío. Sus dedos en mis costillas. Presionando. Lento. Con deleite. Como si midiera cuánto aguantaría. No gritaba. No podía respirar. Ardía el pecho. La visión se nublaba. Él miraba y susurraba:

–Eres un error de la naturaleza. Nunca debiste nacer.

Recuerdo cómo me inmovilizaba en el suelo, susurrando horrores. Cómo fingía ducharse, cerrando con llave, esperando a que la abuela saliera. Cómo me acechaba. Un depredador. Su mirada —inhumana. Depredadora. Con una alegría fría, animal.

Y de nuevo la escena del maldito chocolate. Yo comiendo algo prohibido. El tío golpeando el respaldo del sofá con ritmo. Como un reloj.

Solo se comportaba así con la familia. Fuera de ella parecía "normal". Si eso existe…

Y ahora Vlad. Su mano sobre la mía. Su voz suave:

–Sabes, tuviste suerte de conocerme —empezó con dulzura—. Otro ya te habría dejado. Pero yo vi lo que nadie vio. Tan frágil, tan delicada, con esa alma de porcelana. Te aferras a la bondad porque te faltó. ¿Quién, sino yo, podría entender eso? Fui tu salvación. Sin mí… tú sabes, no lo lograrías. Te habrías derrumbado. Necesitas apoyo. Y yo lo soy. Acéptalo. ¿No ves la suerte que tienes? Lo sientes. Admítelo.

Y yo sonrío. Asiento. Y dentro de mí despierta aquella niña. La que se esforzaba por agradar. Que asentía para evitar los golpes. Que agradecía a todos los dioses cuando al tío le iba mal, cuando lo tumbaba la enfermedad y no podía alzar el brazo. Cuando no temblaba en el sótano o en la escalera, esperando que la abuela volviera. Entonces podía estar en casa. Entonces había silencio. Seguridad. Por un tiempo.