Me desconcertaba la docilidad con la que aceptaba todo aquello. Como si aún no comprendiera del todo dónde había acabado ni lo que iban a hacerle.

Así que… esta es mi nueva realidad

Yo y alguna chica – dos desconocidas unidas por un mismo destino – terminamos aquí por obra del azar. Nuestros cuerpos estaban firmemente sujetos por cadenas heladas que colgaban del techo, inmovilizando cualquier intento de movimiento. El metal era tan rígido y frío que bastaba la mínima presión sobre brazos o piernas para provocar dolor, haciéndome sentir completamente impotente.

El cuerpo se me había agarrotado, los músculos me dolían por la tensión constante, por esa imposibilidad de escapar o siquiera relajarme.

El inquisidor se acercaba lentamente, como si cada uno de sus pasos estuviera diseñado para alargar el momento, creando una atmósfera aterradora. Venía hacia mí, con unas agujas largas en las manos.

Un movimiento rápido – y un dolor insoportable atravesó mi cuerpo. Grité. Grité con tanta fuerza que por un instante me pareció escuchar mi propia voz desde fuera. Era imposible contenerse ante aquel dolor salvaje, cegador, que paralizaba todo mi cuerpo, como si lo hubiese encadenado desde dentro.

Con cada segundo, los radios se hundían más profundamente en la tierna carne bajo mis uñas. Parecía que apenas se movían, pero el dolor era insoportable. El hierro afilado atravesaba lentamente la piel y los músculos, y el sufrimiento ardía como si una varilla al rojo vivo se clavara en mí cada vez más hondo. Sentí cómo la sangre empezaba a manar despacio de la herida, su humedad cálida contrastando con la frialdad implacable del metal.

Cada latido de mi corazón se traducía en una punzada aguda en las heridas abiertas, como si el dolor viajara en oleadas por mis manos, creciendo, expulsando de mi mente cualquier otro pensamiento que no fuera el de ese mismo dolor.

Intenté cerrar los dedos, apartarme de aquella fuente de horror, pero el sufrimiento solo se intensificó, como si los radios se clavaran aún más profundo. Parecía que desgarraban la carne desde dentro con cada mínimo movimiento, y no había escape posible de esta tortura.

El eco de mi grito rebotó en las paredes, pero todo a mi alrededor parecía indiferente a mi sufrimiento. Me ahogaba, buscando en vano fuerzas para soportarlo, pero el dolor no cedía, creciendo con cada instante.

– ¿No tienes frío? —se interesó el sádico, con una expresión de falsa preocupación dibujada en su asquerosa cara.

– Creo que deberíamos subir un poco el fuego.

A su orden, un hombre entró en la habitación. Vi su movimiento con horror, solo con el rabillo del ojo. Se me acercó por detrás, agarró mis nalgas y… ¡me penetró por detrás!

Su movimiento brusco hizo que todo mi cuerpo se lanzara hacia adelante, y en ese instante, las agujas se clavaron tan profundo que una descarga eléctrica de un dolor insoportable y espeluznante atravesó todo mi ser, haciendo que círculos rojos bailaran ante mis ojos. Todo a mi alrededor parecía arder en llamas. No solo lo veía… ¡lo sentía!

Los radios en las manos del sádico parecían haberse incendiado, y ahora un calor insoportable se me clavaba en los dedos.

Al mismo tiempo, las cadenas que me inmovilizaban temblaron, separándose hacia los lados, porque el hombre detrás de mí las empujaba bruscamente, abriéndolas más y más. Al final, prácticamente me encontré suspendida en el aire, ensartada en su polla.

Y mis brazos y piernas estaban abiertos en tal ángulo, que los músculos crujían por la tensión. He vivido muchas cosas a lo largo de mi vida, pero pasar por algo así…